Imagina un pabellón lleno de heridos de todo tipo, algunos lacerados, otros con heridas profundas que aún sangran, todos con dolores que se apaciguan o intensifican a veces sin necesidad de estímulo. La atención médica es precaria, pero no porque no exista, sino porque a todos estos pacientes se les ha hecho creer que están sanos, o peor aún, que sanarán en cuestión de tiempo sin realizar ningún procedimiento sobre sus partes lastimadas, así que en este pabellón se ha conformado un acuerdo tácito en el que ninguno admite estar enfermo, herido o adolorido y van por los pasillos encontrándose entre ellos y poniendo su mejor cara, con el único fin de parecer fuertes y saludables, aunque por dentro el dolor en su cuerpo se haya acumulado y alcanzado límites insostenibles.
Así se van acostumbrando los heridos a convivir con su aflicción, que se agrava y se resiente en cada interacción. Un roce se convierte en un gemido, un apretón de manos en llanto, un toque de hombro en alarido, un abrazo en estallido. El otro, pasmado se defiende diciendo que no le ha hecho nada, que tan solo lo ha tocado, sin llegar a comprender que aquella fricción, aunque mínima, ha liberado los demonios de la dolencia ignorada.
De esta manera nos movemos por la vida, nuestras interacciones de pareja, familiares y laborales se cargan de quejidos, lamentos y gruñidos, la incapacidad de ver al otro de manera completa invisibiliza el dolor desde el que se comunica, y detona también el nuestro. Nos señalamos de malos, insensibles, toscos, ignorantes, insufribles, exagerados, y todos los apelativos para seres que simplemente están heridos y que han acumulado tanto dolor que la única manera que hallan para calmarlo es sangrar sobre quienes tienen más cerca. Si cambiáramos la mirada por un instante y pudiéramos ver el interior de estas personas que van por la vida inconscientes de sus heridas, tal vez las abordaríamos con más compasión, no para justificar sus actos o sus atropellos sino para entender su proceso, que como el nuestro, corresponde a su experiencia de vida, permitiéndonos ver que sus acciones y reacciones no tienen tanto que ver con nosotros y con la intención de hacernos sentir de alguna manera sino con su deteriorado y penoso universo interior.
Comprender es un ejercicio difícil, pero es sanador, mirar al otro con compasión puede abrirnos puentes de comunicación diferentes al juicio. El entendimiento de que hay una realidad normalmente oculta para nosotros por la que el otro actúa como actúa nos regala paz, nos libera de culpa y mucho sufrimiento y nos permite tomar decisiones a veces tan complejas como alejarnos de alguien que se encuentre muy lastimado y a quien no nos corresponde cambiar ni sanar.
Finalmente, entender que también nosotros cargamos con heridas, puede ocuparnos de reconocer qué tan profundas son y sanarlas, tratándonos cada vez con más amor, para no ser nosotros los que sangremos sobre los otros al mínimo contacto.
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